Por: Piedad Bonnett – El Espectador- Febrero 15 de
2014
Solemos hablar de “los científicos” o
“los investigadores” como quien se refiere a una entelequia, que sólo toma
rostro de manera esporádica cuando aparecen los nombres de los premios Nobel,
por ejemplo. Y poco nos preocupamos por saber cómo nacen sus descubrimientos. A
veces se dice que como obra del azar o de la casualidad. Pero en estos casos la
explicación es incompleta: si ese azar no es registrado oportunamente y en todo
su significado, pues el sentido de lo descubierto sencillamente se les
escaparía. En el caso del pelaje de los perezosos, la noticia es tan curiosa
que nos lleva a preguntarnos: ¿y a quién se le ocurrió espulgar al oso?
Pues a la doctora Sarah Higginbotham, microbióloga del
Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales de Panamá y directora del
proyecto, quien explicó que cuando supo que las algas verdes viven en el pelaje
de los perezosos y que éste “absorbe el agua como una esponja”, se preguntó qué
más habría ahí y comenzó a investigar. La sencilla confesión de la doctora
Higginbotham nos da la clave: para que el conocimiento avance se necesitan
curiosidad e imaginación. Las mismas que llevaron a Marie Curie a ir más lejos
de donde había llegado ya y descubrir el polonio y el radio, o a Fleming a
fijarse en el moho que apareció en una escudilla y mató una muestra de
bacterias, o a Mendel a descubrir las leyes de la genética en una planta de
guisantes, en medio de incredulidad y mofas generalizadas.
Formar seres curiosos e imaginativos es lo que
pretende la educación: niños y adolescentes que luego sean adultos con ganas de
leer, con mente crítica, capaces de poner en duda las verdades reveladas,
recursivos e indagadores. Todo lo contrario de los estudiantes colombianos,
esos evaluados como mediocres en las pruebas Pisa, que además consideran, en su
gran mayoría, que copiar —de un libro, de Wikipedia, de cualquier parte— no es
grave, porque lo más importante es mejorar la nota o salvar un promedio.
Sus respuestas señalan, entre otras cosas, un sistema
docente perezoso, que sigue pegado a la nota como única medida del logro y que
en buena proporción no se actualiza ni está en capacidad de promover caminos de
búsqueda individuales; y una sociedad que valora el fin independientemente de
los medios, que celebra la actitud del pícaro y justifica la trampa, y que
desdeña el proceso porque todo lo mide con el rasero del éxito económico y
social. Una sociedad a la que, estoy segura, le parece estúpido preguntarse qué
puede crecer entre el pelo del oso de tres dedos.