Por Julián Cubillos
-A su hijo no le gusta el estudio, mi señora - le dijo, en
cierta ocasión, un profesor a una acudiente, pues el estudiante no era bueno en
matemáticas. Y -¡Es medio brutico el chino! - creo que, muy en sus adentros,
también exclamó victorioso el profesor. -Yo sí sé en qué es bueno este vergajo
- respondió la señora con mucha frustración-. La verdad, no sé qué tenía en
mente la señora, pero yo sí creo que cabría preguntarse: ¿en qué sí es bueno el
estudiante? Porque bien podría respondérsele al profesor: -Vaya usted y haga
los goles que hace este pelado, vaya baile como él, pinte como él o escriba
como él, entre otras y no menos importantes cosas. Por supuesto que no podría,
pues hasta los grandes genios suelen demostrar su torpeza en todo aquello que
es ajeno a su ciencia: ¡Es medio brutico el profesor!
Es lamentable que las matemáticas, la química y las demás
ciencias puras constituyan el pilar sobre el que se funda la enseñanza del
bachillerato. Es lamentable que esta enseñanza se funde sobre una visión tan
sesgada del conocimiento. Porque esto hace que las artes y otros tipos de
conocimiento no-científico sean consideradas como un relleno en los pensum del
bachillerato. Son saberes de los cuales nuestros bachilleres: o no tienen ni la
más remota idea, o no tienen en muy buena estima.
Esto es un problema, uno que se soluciona ampliando la concepción que la
educación secundaria tiene del conocimiento. Porque indagar sobre la naturaleza,
cualidades y relaciones de las cosas es aquello a lo que denominamos
‘conocimiento’. Y si esto es así entonces se trata de un proceso que incluye
aprender, saber, formarse una idea de algo y, en consecuencia, entender por
todos los medios posibles. Por esta razón, el conocimiento no se limita al
campo del lenguaje, al pensamiento verbal o al razonamiento científico, sino
que igualmente está al servicio de la imaginación, la sensación, la percepción,
la emoción y la moral. De aquí que la ciencia no sea, entonces, el único camino
que conduce al progreso del conocimiento. Porque si bien no nos permiten
construir naves espaciales, la reflexión filosófica, política y social, la
práctica, la percepción, y las diferentes artes y moralidades constituyen igualmente
medios legítimos para obtener conocimiento y formarse, así, una idea del mundo
que nos rodea. La ciencia constituye, entonces, un porcentaje mínimo del
conocimiento.
Sí, la ampliación de nuestra concepción del conocimiento es pues ya una solución
al problema. Sin embargo, yo creo que no solo se trata de que la educación
secundaria esté obviando una buena parte del conocimiento. El problema es mucho
mayor: ¡Este enfoque está acrecentando la ignorancia!
Un eterno problema con el que tenemos que lidiar los profesores universitarios
lo constituye el lamentable hecho de que los ‘primíparos’ no saben leer ni
escribir. Porque saber leer no es simplemente comprender el significado de los
caracteres de un escrito, sino también estar en la capacidad de entender
aquello que, en última instancia, defienden los autores; porque saber escribir,
además de que se puedan representar palabras o ideas, implica que estas se
puedan trasmitir de la manera más clara posible. Este problema es mucho mayor
si aceptamos —tal y como creo que deberíamos aceptar— que saber leer y escribir
no se restringe al ámbito verbal sino que también incluye el ámbito no verbal.
Se trata, así, de estar en la capacidad de entender todo lo que hay por
entender y de hacerse entender por todos los medios posibles: saber hablar y
expresarse bien para persuadir a otros, por ejemplo, saber leer y apreciar
obras de arte, entre otras cosas. Saber leer y escribir es, entonces, saber
argumentar.
Es un hecho, nuestros bachilleres no saben leer ni escribir, no saben
argumentar. Esto es un problema mayor, y un problema no solo para los
profesores universitarios, sino para toda la sociedad en general. Pienso que se
trata de un problema social porque si un bachiller no sabe leer ni escribir, si
no sabe argumentar, entonces estará condenado a ‘tragar entero’; no sabrá
discernir las propuestas políticas de sus gobernantes, no conocerá sus derechos
y mucho menos sabrá cómo hacerlos valer. Sí, sin ir muy lejos, es claro que la
falta de una fundamentación argumentativa tiene implicaciones políticas,
sociales y económicas, porque quien no sabe argumentar es, sencillamente,
objeto de dominación.
Alguien podría afirmar que una buena enseñanza del ‘Español’ llenaría el hueco
que estoy señalando aquí. Porque la enseñanza misma de esta asignatura?’ Español
y Literatura’, como se llama? está centrada también en el enfoque de las
ciencias puras ?y, así, en lugar de ofrecer las herramientas básicas para
dominar el idioma, se enseña una suerte de saber enciclopédico centrado en un
tortuoso y desenfocado análisis literario?. Pero yo creo el problema requiere
de una solución más radical. Pienso que esta solución amerita que se incluya,
como asignatura esencial del bachillerato, la argumentación: una argumentación
tanto formal como informal.
Si nuestros bachilleres aprenden a determinar qué es un argumento, cuándo es
válido y cuándo no, realmente habremos logrado mucho. Porque esto les permitirá
ampliar su visión del mundo, porque sabrán ahora que la esencia de un argumento
está en la persuasión ?que además de verbal es no verbal? y porque, en
consecuencia, estarán más preparados para enfrentar a un mundo que es, en
esencia, persuasivo. Así, por ejemplo, ya será más fácil que nuestros jóvenes
puedan apreciar el arte mediante el estudio de la argumentación artística ?que
no acojan la errada concepción de que el arte es un oficio trivial, propio de
drogadictos o desocupados?. Ya será más difícil que se dejen ‘meter gato por
liebre’, con su dominio de las falacias argumentativas ?ya serán menos objeto
de dominación?.
Es esto lo que creo: la educación secundaria necesita menos matemáticas
avanzadas, tales como álgebra, trigonometría y cálculo, menos química
inorgánica y física nuclear. No digo que las ciencias puras sean innecesarias,
es simplemente que el bachillerato no es el momento apropiado para aprender
muchas de las unidades que las constituyen, mucho menos cuando su enseñanza
está quitándole el espacio a lo realmente importante para nuestros jóvenes: la
argumentación.
Así pues, siendo que es mínimo el porcentaje de los bachilleres que puede
acceder a la educación superior, pienso que la responsabilidad de aminorar esta
brecha intelectual entre el colegio y la universidad está en manos del
Ministerio de Educación. Es a esta institución a quien debemos preguntar,
entonces: ¿de qué sirven el cálculo, la trigonometría y la química cuando no se
sabe leer ni escribir, cuando no se sabe argumentar? ¿De qué sirve la mediocre
enseñanza de un segundo idioma cuando no se domina la lengua materna? Es hora
de complementar las ciencias puras con una adecuada formación en argumentación.
Es hora de ofrecer una educación realmente integral a nuestros bachilleres.